Este es el primero libro de la serie de Kostas Jaritos, un teniente de la policía griega. Jaritos me ha caído fatal desde el principio hasta el final, especialmente por cómo trata a Adrianí, su mujer, todo el rato, con ese aire de superioridad, de control del poder. Y aunque hacia el final te va cayendo mejor a medida que sabes algo más de su vida, desde luego no me acaba de convencer.
Jaritos tiene que investigar la muerte de una pareja albanesa que parece ser un ajuste de cuentas sin más hasta que una periodista llamada Karayorgui empieza a indagar sobre la presencia de un bebé en la casucha en la que vivían los albaneses. Karayorgui se había hecho famosa unos años antes al conseguir el procesamiento y la cárcel para un hombre que, al parecer, había abusado de las hijas de unos amigos. Jaritos descubre un pastón escondido en la cisterna de la casa de los albaneses y empieza a pensar que hay algo más, pero el sospechoso detenido (otro albanés) confiesa el asesinato y comienzan las dificultades. Cuando Karayorgui aparece asesinada en la cadena televisiva para la que trabajaba, después de haber anunciado una gran noticia que contaría en el telediario, y más tarde la compañera que le sustituía, Jaritos se da cuenta de que hay algo mucho más profundo que un ajuste de cuentas entre albaneses.
Me ha costado acabármelo por varias cosas: primero, por esa afición a ejercer de GPS, relatándote cada calle por la que pasa para llegar a donde quiera que vaya; segundo, por los nombres de la gente: ya me cuesta con los ingleses, así que si hablamos de nombres y apellidos griegos, me pierdo de forma irremisible; y tercero, porque durante unos días no he podido leer y al retomarlo estaba un poco despistada. Le daré una segunda oportunidad a Jaritos más adelante.
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