26 de marzo de 2014

El arte de llorar a coro - Erling Jepsen


Allan es un niño de once años que vive en un pueblo danés o noruego, ahora mismo no recuerdo. Su familia es peculiar y su vida es peculiar. Nos relata su vida desde el punto de vista inocente de un niño de once años y aunque lo que cuenta es atroz, nos hace reír. 

Allan vive con sus padres y su hermana Sanne. Su hermano mayor estudia en la gran ciudad. Su padre tiene una pequeña tienda de comida, pero su gran aficción, lo que realmente le gusta, es dar discursos en los funerales. Entonces se crece y es feliz, y "si papá está feliz, todo va bien en casa". Pero claro, en el pequeño pueblo en el que viven no se muere tanta gente como a uno le gustaría... La madre es un ser insulso, que prefiere no saber y esconde la cabeza debajo del ala como un avestruz cada vez que hay un problema. Su hermana Sanne sufre los abusos de su padre. Cuando el hermano mayor descubre tales abusos, Sanne es sometida a tratamientos psiquiátricos y farmacológicos; el padre se hunde; y Allan, para que su padre sea feliz, empieza a maquinar muertes de familiares y amigos. Todo ello en tono tragicómico que hace que las cosas más atroces te hagan sonreír por cómo lo cuenta el niño. La crianza de conejos para matarlos posteriormente es otro capítulo más de la normalización de la violencia que sufre Allan. 

Y luego hay cosas profundamente cómicas, como el convencimiento de Allan de que Jesucristo se reencarnó en Tarzán, o su forma de ganar dinero para comer mostrando a su hermana drogada; o con el miedo a que ver la tele más de una hora (hablamos de principios de los setenta) produjera ceguera y dolores de cabeza. 

Vamos, que la vida de Allan no es precisamente un jardín de rosas, pero su forma de verla nos hace sonreír más que llorar. Como cuando espía, junto con una amiguita, al teniente de alcalde en el momento de liarse con una colega y en medio del fragor se lían a discutir en por qué dos adultos se estaban desnudando el uno al otro y por qué se desnudan solos cuando tienen hijos. 

—¿No saben desnudarse solos? —pregunta Mette.
—Se quieren —le explico—, y cuando la gente se quiere lo hace así.
—Mi madre y mi padre no.
—Eso es porque están casados, hija, mi madre y mi padre tampoco lo hacen.
—¿Por qué? ¿La gente que está casada no se quiere?
—Sí, pero como tienen hijos no les queda más remedio que demostrarles que saben vestirse y desnudarse ellos solos, si no los hijos no aprenden nunca.
—Ya, pero ¿y cuando los hijos no están mirando?
—Ahí nunca se sabe lo que hacen.

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